DESORDEN EN LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN.
Lic. Juan Pablo Brito Cavazos.
Diciembre 11, 2025.
CUANDO UN MERCADO MUNICIPAL TIENE MÁS ORDEN QUE EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL.
Todos hemos visitado alguna vez un mercado. Vamos por frutas, verduras, flores o artículos de limpieza; hemos ido a desayunar o simplemente a recorrer los pasillos para encontrar algo útil para el hogar, sacar el duplicado de una llave o conversar con el cerrajero de confianza. ¿Quién no ha estado en un mercado?
A pesar del bullicio característico, cualquiera puede percibir cierto orden: reglas tácitas de convivencia, jerarquías informales y una estructura funcional que permite el flujo constante de intercambio. Incluso cuando la “autoridad” parece recaer en la señora que vende pollos, existe una secuencia más o menos reconocible y racional en las interacciones y el dinamismo social. En medio del ruido, los mercaderes saben cooperar, respetar turnos y sostener la armonía implícita que hace posible la vida cotidiana en el mercado.
Como en cualquier espacio humano, las reglas básicas de comportamiento sostienen el orden y la convivencia. Y el Estado no debe ser la excepción. Uno esperaría que esas normas –formales o informales–, se pudieran materializar con mayor rigor en la institución que debe velar por el orden constitucional en todo el país, la que debe encarnar la Justicia y la racionalidad jurídica: en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
La Corte es el Máximo Tribunal Constitucional, donde supuestamente deben encontrarse los juristas más preparados, los juzgadores de más alto nivel que desempeñan diariamente labores jurisdiccionales de control constitucional, aquellas personas que resuelven los asuntos más importantes y con mayor trascendencia o relevancia en el país y que deben garantizar con cada una de sus sentencias, los derechos fundamentales de las personas que acuden en búsqueda del amparo y protección de la Justicia federal.
Existe también un conjunto de reglas que permite el correcto desarrollo de las sesiones en la Corte. Reglas mínimas de conducta y de respeto, muchas de ellas, constituyen normas básicas de educación que los ministros y ministras deben observar para el correcto desempeño de sus funciones. Reitero, por el mínimo respeto a sus compañeros de trabajo, pero también y, sobre todo, por respeto a los justiciables.
Sin embargo, nada de esto se refleja hoy en la “nueva” Casa de la Justicia.
Ver la Suprema Corte de Justicia de la Nación reducida a un salón donde algunos licenciados en derecho discuten aberraciones jurídicas, la mayoría de ellas basadas en ideas políticas absurdas surgidas del rencor o del resentimiento, entre la desesperación y la falta de preparación académica, aquellas ideas que sin razones lógicas son planteadas a gritos como si de una vecindad se tratara, como por ejemplo al querer pretender trastocar el principio de la cosa juzgada, es reflejo del error histórico y constitucional más grande de la vida política de México desde que logró su independencia.
Recuerdo que muchos profesores en la Escuela de Derecho nos aconsejaban ver las sesiones de la Corte: ahí se aprendía desde teoría jurídica básica hasta el arte de formular argumentos complejos. Era una escuela de expresión, argumentación, razonamientos y disensos. Hoy, ¿qué puede recomendarse a los estudiantes de derecho?
Las sesiones actuales exhiben desorden, risas fuera de lugar, bullicio, confusión conceptual y planteamientos basados ideas absurdas, en emociones o resentimientos. La lógica jurídica se ha convertido en excepción. Las intervenciones irrespetuosas están por debajo incluso de los gritos que los comerciantes hacen para atraer clientes en los mercados. Los cambios arbitrarios en los criterios recuerdan a los precios que los mercaderes ajustan a su conveniencia. La confusión respecto a los asuntos discutidos evoca la experiencia de encontrarse entre un puesto de pescados junto a uno que vende zapatos. Y el protagonismo excesivo se asemeja al marchante que grita desesperadamente “¡joven, joven!” buscando atención.
Es triste, profundamente triste. Tal vez la única persona que disfrute este nuevo mercado judicial sea quien, sin el menor sentido de responsabilidad, se sienta cada mañana con una taza de café en una mecedora en algún rincón de Chiapas.
Nunca imaginé ver convertida a la Suprema Corte en lo que es hoy. La institución que alguna vez representó el mejor estándar de la justicia constitucional, que vio pasar a grandes juristas como María Cristina Salmorán de Tamayo, Francisco Pavón Vasconcelos, Mariano Azuela Güitrón, entre muchos otros y solo por mencionar algunos, se ha transformado en un escenario donde, irónicamente, resulta más fácil encontrar orden, respeto y coherencia en un mercado municipal que en el propio Pleno del Tribunal Constitucional.
El abogado que preside la “nueva” Corte afirmó en su primer informe de labores:
“La Suprema Corte de Justicia de la Nación le pertenece a todos y a todas, ha culminado la etapa en la que los ministros y ministras eran designados por los otros poderes y fieles a la designación copular, sentían la obligación de servir a los más acomodados de nuestra patria. Hoy la Corte es diferente, es una institución cercana y abierta al pueblo y así lo percibe ya la ciudadanía, estamos aquí con el mandato claro de la sociedad para escuchar, para responder y para transformar. Estamos ahora en una institución renovada, con el mandato democrático con el que hemos surgido sus integrantes, estamos llamados a construir la nueva Suprema Corte sobre pilares distintos a los de su antecesora.”
Pero el señor Hugo Aguilar Ortiz omite, quizá por ignorancia o simple desconocimiento, que los “otros poderes” que designaban a los ministros designaron también a tres de sus actuales compañeras. Y que esos “poderes” eran el presidente Andrés Manuel López Obrador y la mayoría legislativa subordinada a él. Y justo aquellas ministras que validaron ciegamente sus ocurrencias, hoy siguen disfrazándose con la toga en el Alto Tribunal.
Asimismo, conviene ubicarlo en lo más importante que igualmente parece desconocer, en cuál es la labor de un juez constitucional, en otras palabras, recordarle cuál es su trabajo en la Suprema Corte: ya que los ministros no están ahí para “transformar” la Corte ni para edificar nuevos “pilares institucionales”. El diseño orgánico le corresponde al Constituyente permanente, no al capricho del Pleno.
Los ministros están ahí para defender valientemente a los gobernados de los abusos del poder; para revisar la constitucionalidad de las leyes; para proteger derechos humanos incluso contra autoridades electas democráticamente; para declarar la invalidez de normas o actos que vulneren la Constitución, sin importar su origen ni el costo político. Utilizar el arma de la interpretación para proteger derechos fundamentales. Ésa es la verdadera esencia de la función de un Juez Constitucional.
En un país donde los mercados funcionan gracias a reglas simples, reconocimiento mutuo y una noción básica de respeto y educación, sorprende que la Corte haya olvidado precisamente aquello que sostiene a cualquier institución: el orden, la razón y la responsabilidad. El deterioro que hoy se aprecia no es un problema de estilo, sino de esencia; no se manifiesta solo en los gritos, en el bullicio en las continuas confusiones o en los exabruptos de sus integrantes, sino en el desconocimiento de la carrera judicial y en la renuncia a la función contramayoritaria que legitima a cualquier Corte en una democracia constitucional.
Si los ministros abandonan el derecho para abrazar consignas, si la lógica cede ante la ocurrencia y la investidura ante el protagonismo, lo que queda no es una Corte transformada, sino una Corte desfigurada. Tal vez por eso, hoy, hasta en los mercados —con toda su vida, ruido y espontaneidad— sea más fácil encontrar el orden que la Constitución exige y que la justicia merece, que en el propio Tribunal Constitucional.